La nueva vida de Ryan Adams de estreno en la Gran Vía madrileña
El músico de Jacksonville Ryan Adams celebró el 25º aniversario de su aclamado Heartbraker en el Teatro Coliseum de Madrid con un concierto brillante y desconcertante a partes iguales.
Cuando las luces del teatro se encendieron por última vez rondando las once la noche, Adams agradecía emocionado los aplausos del respetable mientras golpeaba con rabia y estupor la tarima de un escenario que le ha devuelto, al menos en parte, aquello que perdió de golpe hace ahora seis años.
Entre este momento y el primer prendido de lámparas al inicio del concierto habían pasado casi tres horas –descanso mediante- en las que el maravilloso y excéntrico artista repartió kilos de magia en cada una de sus interpretaciones, sepultados, sin embargo, con frecuencia por un denso ritmo de concierto, que por momentos se asemejaba más a un monólogo, entre canción y canción, pero falto del humor que se le requiere a tal arte.
Ataviado con un traje de lana, pajarita y gafas de pasta -cual profesor universitario de los pasados años 20-, saludaba entusiasmado en su solitaria salida antes de agarrar la primera de las cuatro guitarras acústicas que acariciaría durante la noche. Alfombras sobre las tablas, piano, batería, guitarra eléctrica y bajo acompañaban un paisaje escénico rematado por la tenue luz de las lámparas que presentaban un marco incomparable para una figura de la talla del norteamericano.
Cumpliendo las expectativas, el sonido también se sumaba a la fiesta mientras sonaban los primeros acordes de ‘To Be Young (Is to Be Sad, Is to Be High)’ arriesgando –u obligado- a desnudar un disco como Heartbraker (2000) que en ocasiones adoleció de la hechizo que hubiera supuesto acompañarlo del sonido torrencial de una banda. Y a partir de aquí, se siguieron sucediendo los temas del mítico disco, interrumpidos en cada pausa por eternos y amables diálogos –a excepción del primer conflicto con los flashes de las cámaras- que lastraron por completo un repertorio del que salías por completo para volver a entrar con interpretaciones sublimes como las de ‘My winding wheel’, ‘Oh my sweet Carolina’ –dedicada a su hermano fallecido-, ‘In my time of need’, sacando brillo al piano por primera vez, o ‘Bartering lines’ acompañando con bajo y batería a su eléctrica en una suerte de eterna, amplificada y virtuosa jam.
A estas alturas de la noche, su inusual verborrea había conquistado a su fiel audiencia. Una desmesurada conexión que le llevó a invitar a una pareja a subirse al escenario para una pedida de mano, lanzar un inoportuno alegato de defensa sobre las acusaciones del artículo de The New York Times que dejó su carrera al borde del precipicio, o acabar improvisando ‘Branco’, una canción inventada sobre la marcha, a raíz de un fingido malentendido en otro de sus delirantes diálogos con el público.
Hasta aquí llegaba la primera hora y media de un notable espectáculo, deslumbrante y emocionante en lo musical pero muy irregular en lo artístico, que se reanudaría tras un largo descanso con una fase algo más lúgubre fuera del paraguas “rompecorazones”. Donde se alternaron canciones de algunos de sus otros discos –ninguno de este último lustro- con algunas versiones que tanto adora ejecutar en vivo como en el estudio.
Siguió tirando de nostalgia acústica con ‘Gimme something good’, ‘New York, New York’ o ‘Dear Chicago’ antes de una nueva versión extendida y electrificada de ‘I´m waiting for the man’ de la Velvet que se tornó en una ‘To be without you’ despojada del atractivo que le ofrecía un escenario como el del Teatro Colisuem.
En la eterna lucha que seguía manteniendo entre lo divino y lo humano, el tiempo empezaba a decantar la balanza hacia esto último, pero el viejo Ryan aún tenía un cartucho en el bolsillo: la estremecedora versión del ‘Not dark yet’ de su –nuestro- amado Dylan, y la traca final –acústica pero traca al fin y al cabo- de ‘When de stars go blue’ y ‘Come pick me up’ le sirvieron para escalar el último pico de la divinidad y repartir escalofríos por cada una de las butacas del recinto.
El nuevo Ryan Adams, alejado del malditismo del rockstar y agradecido con la nueva oportunidad brindada mantiene su fondo pero no sus formas, aquellas que nos regalaban un ataque incontrolado de canciones sin respiro para los oídos. Seguiremos esperando el equilibrio.