La belleza de Bon Iver deslumbra Madrid
La banda de Wisconsin comparecía, por fin, en Madrid para presentar su cuarto álbum de estudio, i,i (2019), en un concierto que quedará para el recuerdo de un público, que demostró con entusiasmo y respeto el anhelo por disfrutar de Vernon y compañía.
Muchas son las ocasiones en las que acudes a un concierto con ciertas expectativas, y estas son cumplidas desde el primer asalto. Sin embargo, la función consumada el pasado miércoles por Justin Vernon y su banda, alcanzó ese nivel extraordinario tan difícil de desgranar en un folio en blanco, al menos lo intentaré.
A nadie se la escapa la singularidad del artista que teníamos entre manos; un tipo que en su día decidió encerrarse en una cabaña en el bosque para componer uno de los discos más hermosos -a la par que intimistas- del siglo XXI, y que con ello -y con un sello independiente- dio el salto a un gran público, al que cautivó acompañando a su guitarra de su excelsa y conmovedora voz -que sigue siendo pieza clave de su éxito-.
Con este primer disco, se podía apreciar con nitidez, los primeros juegos de producción, que le llevaban a crear esa acumulación de capas sonoras que se confirmaron con un segundo disco – Bon Iver (2012)- que le confirmó como una de las más importantes figuras del nuevo folk. Y a partir de aquí, su salto al vacío es difícil de definir, pero muy fácil de valorar; un afán continuo por la experimentación, gracias el respaldo ganado con sus primeros trabajos, que le ha llevado a ofrecer una gira tan vasta como heterogénea en cuanto a recursos sonoros, texturas y ambientes con los que emocionar a todo un Wizink Center.
Y es que cualquier directo es subjetivo a los ojos y oídos de quien lo presencia, pero la combinación de una gran selección y orden en su repertorio, sumada a un sonido exquisito, una iluminación acertadísima y la colaboración de un público que nada tiene que ver, por ejemplo, con el que acude a los conciertos de la banda en cualquier macrofestival, hicieron de la actuación de Bon Iver, el pasado miércoles, uno de los conciertos de este año postpandémico. Y mira que ha habido conciertos.
Con escasa grandilocuencia y altas dosis de timidez, saltó la banda al escenario para arrancar el setlist con temas como “Yi”, “iMi” o “666”, de sus dos últimos trabajos, donde las programaciones, sintetizadores e infinitas capas sonoras y voces se entremezclan a la perfección con la instrumentación clásica de guitarra, bajo, batería (dos concretamente) y piano, en una suerte de combo universal donde se entremezcla la base de tradición folk americana y la elegante electrónica de vanguardia.
De perfil en el escenario, con sus habituales cascos, una ingente variedad de guitarras -me arriesgaría a decir que alcanzó la decena-,y trasteando con asiduidad con su mini sintetizador, Vernon se escoltaba, como decíamos antes, por otros cinco multiinstrumentistas que hacían deliciosas cada una de las interpretaciones de la noche, fraccionando con mesura el repertorio en fases y géneros que nos llevaron a visitar por primera vez el fantástico For Emma, forever ago (2008) de la mano de “Flume”, acompañado de cortes más clásicos de su último trabajo, pero cercanos estilísticamente, como la maravillosa “Hey ma” o “U (Man Like), con base de piano pero ataviado de infinitos ecos de fondo.
Imbuidos en un ritmo de concierto de lo más acertado -mentiría si no dijera que pensaba en un concierto mucho más plano en cuanto a intensidad y emociones se refiere-, lo cierto es que cada pedacito de la noche atraía la atención y te agarraba con fuerza del pecho, floreciendo un nudo en la garganta gracias a el eterno falsete de Vernon en cada una de las canciones, el precioso y pausado juego de luces, los crescendos finales, la pausa de cortes como ”Jelmore” o “Faith” o los sonidos de viento -saxo incluido- de “___45___”.
Antes habíamos visitado la cara más melódica de la formación, con “Blood bank”, o intimista con la primigenia “Blindsided”, para acabar el segundo gran bloque de la noche con la colosal -y rellene con el adjetivo que prefiera- “Skinny love”, probablemente una de las mejores canciones del presente siglo, que diría aquel. Coreada unánimemente por un respetable que se mantuvo en silencio el resto de la noche, contribuyendo, aún más si cabe, a la catarsis colectiva generada por Bon Iver.
Por si no fuera suficiente, la traca final llegó con la nostalgia de su segundo y homónimo disco, gracias al sonido épico y eléctrico de “Perth” -otro registro sobresaliente más de la banda-, la preciosista “Holocene”, la vuelta a los orígenes con “The wolves” y “re:Stacks”, con la el regreso en solitario de Vernon, tras una primera despedida que certificaron definitivamente con “Rabi”, de su último trabajo, en el único y diminuto pero que se le podría poner al repertorio en toda la velada.
Un concierto para enmarcar de una banda única, capitaneada por la genialidad de un tipo tranquilo y sombrío, capaz de remover al más tibio del lugar.
Redacción: Iñaki Molinos